Joaquín Absalón Pastora (La Prensa Literaria)
Su mora limpia es la hija pública y gloriosa que lo sigue nombrando, pero a través de la melodía con el aroma de la tierra frotada por sus manos de requintista y no del deslizamiento seco de la vocalización: Justo Santos. Un colega suyo lo aludía con el sarcasmo: no tenía nada ni de justo ni de santo, porque era habitante indeclinable de la mesa donde los temas de la gracia secular aparecían en todos lo colores.
El artista estaba hecho para renovar con el procedimiento de la rutina esas complacencias. El hábito de vagabundear en horas riesgosas lo expuso en la vida. El 7 de julio de 1958, cuando tenía 33 años de edad, un delincuente le disparó un balazo. Se le clavó para siempre en lo que por supuesto no fue una ventura melódica. Nunca se supo quién fue el homicida. Si se conoció su nombre procedió de las telarañas oscuras del asalto porque enemigos nunca tuvo. Lo que sí quedó consignado es que una deliciosa flor sembrada en una parada agostina germinó en todos los campos de Nicaragua: Mora Limpia.
La afinidad entre Justo Santos y Camilo Zapata se debe en gran parte a la forma magistral en que aquél como requintista punteaba “El solar de Monimbó”, algo que Los Pinoleros tocaban con irreductible emoción. Otros también los sabían interpretar: El Trío Monimbó, Los Nicaraos, Los Universitarios, aunque éstos con menos destellos de profesionalismo. Camilo y Justo aprovechaban sus encuentros para darle los últimos toques a la ondulada cabellera de sones, principalmente los emanados de Cuba en cuya concha indiscutiblemente nació el son que prendió de fuego erótico a las Antillas. A los dos les gustaban los distintos temples de la música internacional. El son cubano, el nicaragüense, el pasillo, el bolero. Al analizarse comparativamente el son de perla caribeña con el nuestro se llegaba a excitante. El nuestro no llegando a esas temperaturas celebra el orgullo de peinar los mechones indígenas, manifiesta el júbilo en tono moderado cuando así lo requieren las ondulaciones doctrinales del alma o la alegría de ser nica.
Tanto para Camilo como para Justo andar en los caminos del arte no tenía fragilidad de un paseo dominguero: era una peregrinación obligada con sus bohemias formas de ser con toda su respectiva carga de complejos. Los dos tenían su estilete para tirarse a las honduras de la armonía siendo como el pez de Shakespeare que nunca nada contra la corriente en el proceso de la creación, aunque Camilo haya sido autor de Centenares de canciones y Justo se haya consagrado por una sola, pero con la privilegiada equivalencia de ser fragancia con aroma de himno nacional, con aroma de música inquebrantable en su campechanía y sabor a natividad, obra que Camilo admira con toda sinceridad: Mora Limpia lleva la métrica “camiliana”. Justo la punteaba cada vez que Los Pinoleros asistían a la fiesta de Santo Domingo. Iban a un árbol de mora. O mejor dicho refugiaban sus “penas y alegrías” en un árbol de mora, productor de una fruta morada que no ofrecía tentación alguna de comerla, árbol que cuya madera se ocupaba para hacer cercos y donde el santo hacía una estación. Cuando la superficie estaba limpia a punta de machete, ceremonia en el trajín de ir y de venir de La Sierritas, se aproximaban Los Pinoleros para hacer uso del húmedo derecho de tocar la guitarra y ensayar lo que más tarde habría de ser Mora Limpia. Su más nutritivo componente es la melodía, concedida para ser sólo música y no llevar letra, concebida para no ser cantada.
Pero un hombre ilustre de la capital desflorada, el doctor Juan Velásquez Prieto, bohemio y jurisconsulto, radiodifusor y poeta, preciosamente para complacer sus antojos de poeta, le puso letra, cierto reminiscente de los fulgores citadinos por ser él un paradigma de aquel viejo Managua que para la mayoría de sus testigos fue destruida por el terremoto de 1972.
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